| ALLÍ ESTABA DIOS, Y AQUELLA ERA SU FAMILIA Lo bauticé con procedimiento de urgencia: un vaso de agua y la fórmula ritual.Su brazo derecho se levantaba y caía al ritmo de la respiración, como si la mano buscase apresar la vida que se iba con el aliento. La mía se quedó sobre la cabeza del niño, los ojos en los suyos, por si la muerte llegaba, que lo encontrase acariciado y querido. Mi mano me pareció más pequeña que la del niño para protegerlo, para devolverle la serenidad de un sueño, la quietud en el regazo de su madre, el llanto de la hora de comer, una sonrisa confiada ante la última monada. Y se lo entregué a las manos anchas y amigas de la madre Teresa y del papa Juan Pablo. Volvieron doctores y hermanas, volvieron las voluntarias, volvieron preguntas y sugerencias, y dejé la habitación. En el pasillo estaba la madre, sentada en el suelo, descalza, perdida la mirada, que imaginé vagaba por una fantasía lejos de la prostitución, lejos de patronos y compradores, tal vez soñando una tierra prometida en la que era libre y era mujer y era madre. Pero lo que se veía era sólo una ausencia atroz, un silencio de piedra, como si, antes que el hijo muriese, ella, la madre, estuviese ya muerta. Luego, como si despertase de un sueño, comenzó a cantar… una canción dulce y amarga, a la vez de cuna y de duelo, que salía del alma y llegaba al alma. Era el amor que cantaba, era también el dolor, era tal vez la locura… tal vez era sólo la fe. Allí, haciendo compañía, también él en silencio, estaba otro enfermo, adulto, negro, sin papeles y sin derechos, rico de tuberculosis, de impotencia y de ternura. Allí, pequeño y en agonía, adulto y tuberculoso, en el silencio y en el canto, médico, voluntario y hermano, allí estaba Dios, y aquella era su familia sagrada y amada. Al niño lo llamamos Víctor, vencedor. + Fr. Santiago Agrelo, Arzobispo de Tánger | |