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Dios nos llama a la conversión

 

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN

Un signo del amor misericordioso del Señor

Como dice Juan Pablo II, son numerosos los motivos por los que es urgente hacer una seria reflexión en la Iglesia sobre este sacramento. Lo exige, ante todo, el anuncio del amor del Padre, como fundamento de la vida y de la acción del cristiano, en el contexto de la sociedad actual, donde con frecuencia se ofusca la visión ética de la existencia humana. Muchos han perdido la dimensión del bien y del mal porque han perdido el sentido de Dios.

El Papa se dirige a los sacerdotes que son depositarios de una potestad que viene de lo alto: de hecho, el perdón que transmiten es "signo eficaz de la intervención del Padre" que hace resucitar de la muerte espiritual que causa el pecado. Por esto, les exhorta a vivir con humildad y sencillez evangélica una dimensión tan esencial de su ministerio, sin descuidar su propia perfección y actualización en su formación, para no desfallecer en esas cualidades humanas y espirituales que son tan necesarias para la relación con las conciencias.

Existe a menudo entre los fieles una confusión respecto a las formas válidas de recibir esta Sacramento. "La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión" (Ritual de la Penitencia). En casos de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la absolución, el propósito de confesar individualmente sus pecados graves en su debido tiempo (CIC can 962, §1)

El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación.

  • Es un sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (Mc 1,15), la vuelta al Padre (Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado.
  • Es sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.
  • Es un sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una "confesión", reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.
  • Es un sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente "el perdón [...] y la paz" (Ritual de la Penitencia, 46, 55).
  • Es un sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: "Ve primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt 5,24).

El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos convertiremos" (5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (Jn 19,37; Za 12,10).

El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el padre misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

 

 


 

 
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